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De las casas arraigadas sobre las dos aceras, no hablemos; si independientes en su desnivel eran éstas, éranlo mas aquéllas en sus arquitecturas. Habialas altas, de cinco pisos, hombreandose junto a casuchos en que sólo una ventana y una puerta daban testimonios de ventilación. Unas ostentaban en sus remates aleros, adornados con canalones prontos a convertirse en duchas de sorpresa, para el transeúnte, a poco que diesen las nubes en llover; otras ufanabanse con balcones de hierros negros y torcidos, que hacian pensar en los últimos Austrias; cuales con balconcetes minúsculos, que revivian a los penúltimos Borbones; algunas se acortinaban con enredaderas o se volvian jardin a puro rellenarse de tiestos; no escasas afeitaban su vejez con revoques o enlucian sus huecos con todo linaje de multicolores harapos. Por la mayor parte salia un rumor continuo, formado con todos los gritos que puede lanzar un ejército de mujeres, y todos los juramentos que puede proferir una legión de hombres, y todos los llantos que puede promover una colmena de chiquillos. Y es que las tales casas pertenecian a las llamadas de vecindad, a las que en buena ley debieran llamarse antesalas del infierno, purgatorios donde la suciedad tiene su palacio, el hombre su banderin de enganche y la desdicha humana su natural habitación. En una de estas casas, que dentro de poco seran un recuerdo arqueológico para los vecinos de Madrid, vivia mi persona, que, dentro de poco también, sera, si consigue serlo, un recuerdo para los jóvenes que ahora la saludan.
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