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Los ociosos caballeros y damas aburridas que me han leido o me leyeren, para pasar el rato y aligerar sus horas, veran con gusto que en esta pagina todavia blanca pego la hebra de mi cuento diciéndoles que al escapar de Cuenca, la ciudad mistica y tragica, fuimos a parar a Villalgordo de Júcar, y alli, mi companero de fatigas Ido del Sagrario y yo, dando descanso a nuestros pobres huesos y algún lastre a nuestros vacios estómagos, deliberamos sobre la dirección que habiamos de tomar. El desmayo cerebral, por efecto del terror, del hambre y de las constantes sacudidas de nervios en aquellos dias pavorosos, dilató nuestro acuerdo. Inclinabame yo a correrme hacia Valencia, impelido por corazonadas o misteriosos barruntos. Di en creer que hallaria en tierras de Levante a mi maestra Mariclio y que por ella tendria conocimiento de la preparación de graves sucesos. Pero a Ido le tiraba hacia Madrid una fuerte querencia: su mujer, sus amigos, su casa de huéspedes. La ley de adherencia en las comunes andanzas aventureras nos apegaba con vinculo estrecho. Desconsolados ambos ante la idea de la separación, cogimos el tren en La Roda y nos plantamos en la Villa y Corte. Largos dias permaneci recluido en mi aposento pupilar de la calle del Amor de Dios. La casa estaba desierta por ausencia de los estudiantes de San Carlos que gozaban ya de la dilatada vagancia veraniega. Prisionero me constitui en mi celda, sin osar poner los pies en la calle, no sólo por aburrimiento, sino por tener mis bolsillos tristemente limpios y mondos de toda clase de numerario. Olvidado me tenia mi excelsa Madre, sin que mi conciencia ni mi razón explicarme supieran la causa de tal abandono, pues nada hice ni pensé que pudiera desagradarla. Cuantas veces acudi a la porteria de la Academia de la Historia en busca de los emolumentos que alli, solicita y puntual, me consignaba Dona Mariana, hube de volverme desconsolado y con las manos vacias a mi pobre hospedaje. Por fin, avanzado ya el mes de Agosto, ¡oh inefable dicha! la portera de la docta casa me entregó con graciosa solemnidad un paquete que contenia suma moderada de los sucios papiros que llamamos billetes de Banco, y una cartita cuyo interesante contenido devoré con mis ojos en el corto trayecto de la calle del León a la del Amor de Dios.
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