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Don Amaranto de Fraile, a quien conoci hace muchos anos en una casa de huéspedes, era, sin duda, un hombre fuera de lo común, no menos por la traza corporal cuanto por su inteligencia, caracter y costumbres. Algún dia quiza se me ocurra referir por lo menudo lo que hube de averiguar de su vida, y sobre todo recoger por curiosidad sus doctrinas, opiniones, aforismos y paradojas; de donde pudiera resultar un libro que si no emula las Memorabilia en que Xenofonte dejó reverente y filial recuerdo de su maestro Sócrates, sera de seguro porque ando yo tan lejos de Xenofonte como don Amaranto se aproximaba, tal cual vez, a Sócrates: un Sócrates de tres pesetas, con principio. Pero todo esto no conviene ahora a mi propósito.
Cuando yo le conoci pasaba ya de los sesenta este varón extraordinario. Habia vivido veinte anos en la misma casa de huéspedes, aquella en donde yo di con él, y otros veinticinco en otras muchas casas de huéspedes. Es decir, que se habia pasado la vida en casas de huéspedes. La tal casa, en donde al Destino plugo juntarnos pasajeramente, era repugnante de todo punto. Pasé alli sólo dos meses, y eso porque la simpatia y deleitoso magisterio de don Amaranto me persuadieron a dilatar mi estada. Su irónica pedanteria y pintoresca erudición me encantaban; pero lo que mas me movia a venerar a don Amaranto era el hecho de que hubiera permanecido tantos anos en semejante alojamiento, soportando como si tal cosa, sin perder de romana en lo fisico ni la ecuanimidad interior, privaciones, entrometimientos, escandalos, desalinos, ponzonas; en suma, un trato miserable y homicida. Y es que habia profesado pertenecer a las casas de huéspedes, como a una orden religiosa, y hecho voto de pupilaje perpetuo. Él mismo me lo declaró un dia, de sobremesa. Digo de sobremesa, que no de sobrecomida. Un detalle de las sobremesas de aquella casa, es que no habia palillos de dientes; no por razones de economia, ni menos por escrúpulos de aseo y urbanidad, como es uso entre anglosajones, los cuales consideran el acto de mondar las rendijas de la dentadura como una necesidad de orden vergonzoso y clandestino, sino porque no habia ocasión, y por ende los palillos holgaban. Condumios y viandas eran los primeros harto flúidos y las otras de estructura demasiado coherente y compacta para la herramienta dental humana, de manera que no permanecia residuo alguno entre los dientes.
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