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En el Liceo Montespan, el despacho de la directora no es severo de aspecto. El limonero del mobiliario, las colgaduras azul de Francia, la luz que cae de una vidriera un poco alta, todo da al decorado la apariencia de un salón de lujo en un paquebote. La directora-la senora Jozielle-bordea los treinta y cinco anos. Aunque famosa por su virtud, que atacaron en vano diez ministros de Instrucción pública, veinte diputados, treinta consejeros municipales y un número incalculable de funcionarios, la senora Jozielle puede pasar por una belleza provocativa; no tiene lentes; luce un vestido azul miosotis; este vestido representa un programa completo, porque es suelto y, por consiguiente, permite adivinarlo todo y no olvidar nada. La directora lo toma todo en serio, hasta las cosas serias; en este momento repasa una carta, cuyos términos no son muy de su agrado. El timbre del teléfono, instalado junto al tintero, tintinea. La directora coge el auricular y, como se hace cuando se telefona, mira vagamente al plinto que hay frente a ella.
LA SEÑORA JOZIELLE.-¡Al habla! ¡Si...! ¿La senora Labron? ¿Quién es...? ¡Ah..., si...! ¿La senora que me ha escrito? No pude leer la firma de la carta. ¡Acompanela hasta aqui...! ¡Si! Tiene solicitada una visita...
Un silencio. La senora directora cuelga de nuevo; levantase a medias para examinar su fisonomia en el lejano espejo que forma parte del plinto. Da unos toquecitos a sus hermosos cabellos rojizos y torna a sentarse; toma un libro de cuentas, que aparenta estudiar con un cuidado afanoso. Llaman; un tiempo, y luego la senora Jozielle dice con acento de fastidio:
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