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¡Hay tantas cosas imposibles de explicar! ¿Por qué ciertas notas musicales me recuerdan los tintes dorados y herrumbrosos del follaje de otono? ¿Por qué la Misa de Santa Cecilia hace que mis pensamientos vaguen entre cavernas en cuyas paredes resplandecen desiguales masas de plata virgen? ¿Qué habia en el tumulto y el torbellino de Broadway a las seis de la tarde que hizo aparecer ante mis ojos la imagen de un apacible bosque bretón en el que la luz del sol se filtraba a través del follaje de la primavera y Sylvia se inclinaba a medias con curiosidad y a medias con ternura sobre una pequena lagartija verde murmurando: ¡Pensar que esta es una criatura de Dios!? La primera vez que vi al sereno, estaba de espaldas a mi. Lo miré con indiferencia hasta que entró a la Iglesia. No le presté mas atención que la que hubiera prestado a cualquier otro que deambulara por el parque de Washington aquella manana, y cuando cerré la ventana y volvi a mi estudio, ya lo habia olvidado. Avanzaba la tarde, como hacia calor, abri la ventana nuevamente y me asomé para respirar un poco de aire. Habia un hombre en el atrio de la iglesia y lo observé otra vez con tan poco interés como por la manana. Miré la plaza en que jugueteaba el agua de la fuente y luego, llena la cabeza de vagas impresiones de arboles, de senderos de asfalto y de grupos de nineras y ociosos paseantes, me dispuse a volver a mi caballete. Entonces, mi mirada distraida incluyó al hombre del atrio de la iglesia. Tenia ahora la cara vuelta hacia mi y, con un movimiento totalmente involuntario, me incliné para vérsela. En el mismo instante levanté la cabeza y me miró. Me recordó de inmediato a un gusano de ataúd. Qué era lo que me repugnaba en el hombre, no lo sé, pero la impresión de un grueso gusano blancuzco de tumba fue tan intensa y nauseabunda que debe de haberle mostrado en mi expresión, porque apartó su abultada cara con un movimiento que me recordó una larva perturbada en un nogal. Volvi a mi caballete y le hice senas a la modelo para que reanudara su pose. Después de trabajar un buen rato, adverti que estaba echando a perder tan de prisa como era posible lo que habia hecho. Cogi una espatula y quité con ella el color. Las tonalidades de la carne eran amarillentas y enfermizas; no entendia cómo habia podido dar unos colores tan malsanos a un trabajo que habia resplandecido antes de salud. Miré a Tessie. No habia cambiado y el claro arrebol de la salud le tenia el cuello y las mejillas; frunci el ceno.
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