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Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenia alquilada en la callejuela de S y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K.
Habia tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, mas que una habitación, parecia una alacena. En cuanto a la patrona, que le habia alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salia, se veia obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombria. Debia una cantidad considerable a la patrona y por eso temia encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacia algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondria. Se habia habituado a vivir tan encerrado en si mismo, tan aislado, que no sólo temia encontrarse con su patrona, sino que rehuia toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria habia dejado de ser para él un sufrimiento. El joven habia renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo
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